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viernes, 31 de octubre de 2008

La Rosa China

Cuento Por Norberto Álvarez Debans



En el patio de mi casa planté una Rosa China. Advertí que este vegetal tiene sus propias creencias. La miro, la admiro y la respeto. Sus flores son hermosas, lamentablemente ya no las puedo observar desde el patio, ha crecido mucho. Las puedo ver sí, desde arriba, desde la ventana de mi dormitorio, ubicado en el primer piso.
¡Qué grande está ahora, mi Rosa China!

Un pequeño colibrí la visita varias veces al día. Seguramente advirtió la cuenca colorada y profunda de sus flores, donde introduce su pico curvo y largo para libar el preciado néctar que producen. La sola imagen de la planta verde, erguida, buscando la luz, y la visión del menudo pajarito, flotando en el aire, con rápidos aleteos y suaves silbidos, junto a las flores, justifica todo el cuidado y la admiración que le profeso.

Es tan matemática mi planta, que no parece un vegetal. Tiene sus días guionados, a veces pienso que se trata de un Sistema Rosa China. Podrían observar ustedes, cómo un día ella se desprende, prolijamente, de las corolas de pétalos arrolladitos sobre si mismo, como cucuruchos, desde adonde apenas sobresalen los estigmas marroncitos. Cada uno de los cucuruchos de viejas flores, cae al piso con un ruidoso y pausado: ¡Plaf!, ¡Plaf!, ¡Plaf!

Poco a poco el patio se va cubriendo de estos restos. Una nueva serie de flores que estaban en sus cálices por nacer, al otro día, se abren y vuelven a cubrir de rojo, la hermosa copa de la planta. Un día después de esta floración, el patio se cubre de cáliz, vacíos de pétalos, sólo sépalos que se parecen a unos conitos facetados, de color verde claro.

Al tercer día se caen los pedículos, esos palitos amarillos, muy delgados, que sostenían las corolas y las flores pegadas al tronco. Luego vuelven a caer los cucuruchos de pétalos con el estigma, y así, se repite regularmente este ciclo. Entre cada uno de ellos, se desprenden algunas hojas amarillentas, manchadas, arrugadas, para dar paso a las nuevas y lustrosas. Ese es el día en que riego las raíces de mi Rosa, medio balde de agua es suficiente, para ayudar al sistema que ha creado. Así es como nos entendemos, ese es el idioma que hablamos, flores rojas, colibrí, admiración, desprendimientos, meditación y agua fresca.

Lástima los gorriones. Ellos suelen visitarla, mucha más frecuencia de los que estamos dispuestos a soportar. Alborotados, van saltando torpemente de rama en rama, con total desparpajo. Estos pajarracos alteran su ciclo de desprendimientos. Si no lo advierto, porque no estoy en casa, me doy cuenta a la noche cuando regreso. Veo el ciclo de desprendimientos todo alterado, se mezclan corola, sépalos, pedículos, hojas amarillas, sobre las baldosas del patio. El colibrí es el primero en huir cuando advierte a esa banda de sucios gorriones, además estos pajarracos ruidosos, marrones y grisáceos, saltarines, manchan de blanco el patio con sus apestosas deposiciones.

Se que a Rosa la molestan, tanto como a mi. Que bien hice al plantar a Rosa en el patio de casa ¡lástima los malditos gorriones! Mi vecino, que también la admira, opina que los gorriones están para alterar el ciclo de Rosa, para que esta no sea tan monótona y reiterativa con sus continuas floraciones y desprendimientos. ¡Siempre tan entrometido el tipo ese! al fin y al cabo, él que sabe, si no vive en casa con mi Rosa y, tampoco entiende nada del idioma chino con que se comunican mis flores.

Ayer, 28 de octubre a las 03:45 PM, maté a mi Rosa China, hacía tanto calor en el patio. Mi plantita, estaba esparcida por todo el piso, desmembrada. Me angustió mucho serruchar sus troncos, cortar sus ramas y tirar sus flores a la basura. ¡Pobre colibrí, como la va a sentir! pero por suerte, ya no vendrán más esos sucios gorriones, a importunar a mi Rosa.

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Copyright Norberto Álvarez Debans

sábado, 25 de octubre de 2008

La Pequeñez de lo Viviente

Cuento
Por Norberto Álvarez Debans
En todo lo que hicimos hubo un juego, oculto pero un juego al fin. Lo razono ahora, después de pasar tantas dificultades a causa de ellas, y precisamente en este momento, en que dudo si acostarme o no...Me daba cuenta de que me habían atemorizado a pesar de su pequeñez. Y todo comenzó cuando iba a buscar la azucarera por las mañanas. Lo hacía nervioso, en guardia, temiendo verlas. Destapaba el recipiente e inevitablemente las encontraba ahí. Con su presencia inquieta, oscurecían el contenido. Esa multiplicidad de hormigas componía un manto que cubría el azúcar. No siempre se presentaban así. A veces, habilidosas, se entremezclaban con los finos granitos y después de una suerte de ocultamientos y apariciones repetidas, surgían poderosas como un tanque lustroso, portando un minúsculo terroncito entre sus pinzas.

Pero era ese brillo rojizo lo que me molestaba, y el verlas moverse con tanta libertad sobre lo que era mío. Y en esa disputa por la propiedad, comencé a temerles. Después de la sorpresa desagradable de encontrarlas allí a diario, corría al baño y vaciaba con rabia el contenido en el inodoro. Luego las observaba nadar entre el azúcar, (que se hundía rápidamente), y el agua. Ellas con sus patitas extendidas buscaban flotar torpemente en la superficie, hasta que, decidido, presionaba el botón del depósito y entonces veía esa cascada acompañada del ruidoso murmullo del agua levándolas. Las hormigas desaparecían en medio de un remolino que las hundía hacia las cañerías internas de la casa. Luego, satisfecho, llevaba la azucarera a la cocina y la lavaba, secándola repentinamente para verter otra vez en ella el azúcar. Eso sí, me deleitaba viendo caer los finos granitos que se precipitaban cubriendo el espejado fondo de acero, hasta colmar la azucarera, recordándome la arena clara de un antiguo reloj. Sólo después de esta operación podía desayunar tranquilo, y así, todos los días.

Pero fue una de esas mañanas, cuando urdí el plan de esconder la azucarera después de desayunar. Creo que en ese hábito posterior de ocultarla estaba el juego y ellas centraron allí el desafío. Yo que la ocultaba, preservando lo que era mío. Ellas, que solo buscaban apoderarse de cuanta azúcar encontraban. Pero era seguro que algún rastro les dejaba como una pista involuntaria, pues las hormigas invariablemente encontraban la azucarera. Quizás cuando regresaban del baño iba dejando caer los granitos de azúcar. Llegué a pensar en Hansel y Gretel y sus trocitos de pan, en una repetición involuntaria del cuento. Por eso me doy cuenta ahora, intentaba barrer afanosamente las diminutas y casi imperceptibles partículas de azúcar, que seguramente caían en el piso cuando iba o regresaba del baño. Las hormigas aparecían invictamente en la azucarera todas las mañanas. Se plegaban al juego, pero como una recreación de la guerra, como si desde su pequeñez quisieran incitarme, mostrándose desafiantes.

Ahora tomo el desayuno sin azúcar porque no quiero seguirles más el juego, pero el café cada día me resulta más amargo e insoportable.

Días pasados, cuando regresé de las vacaciones, casi no creí lo que veía; el tarro que contenía el azúcar -con cuyo contenido llenaba la azucarera- había sido derramado, (no me pregunten cómo), pero seguramente en una acción colosal de las hormigas, aprovechando mi ausencia. El contenido casi no se distinguía, cubierto de miles de cuerpecitos rojos y brillantes. Se movían afanosas y coronaban sus cabezas con las pequeñas partículas blanquecinas, que transportaban enfilándose en largas caravanas.

Negarles el azúcar a las hormigas es imprudente, por las represalias. Ahora las he visto en el dormitorio, sacando tierra de los cimientos de la casa y creo advertir el juego; una elaborada venganza, una solapada acción donde siempre ganarán ellas. Para colmo he soñado una caída a través de un enorme remolino de arena blanca, que me lleva en círculos, atado sobre mi cama, arrastrándome hacia un abismo que termina en un fondo de azúcar húmeda y gelatinosa, final donde me esperan millares de esos pequeños insectos que se fueron por el inodoro con sus pinzas listas para consumar la venganza... ¿Comprender ahora mi temor a acostarme?


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Del libro inédito, Zangamanga. Cuentos para leer bajo el Paraguas.
Capítulo 3, Bajo el Tercer Paraguas.
Copyright Norberto Alvarez Debans

domingo, 12 de octubre de 2008

De pez y de indio

Cuento
Por Norberto Álvarez Debans...por algo suceden las cosas.
¡Los buenos hábitos son la clave del éxito! El pregón familiar, reiterado en los oídos como un jingle, nos lleva a la práctica de uno de ellos: ¡Bañarse! A pesar de lo repetido, recién hoy percibí las verdaderas transformaciones que se producen, aunque muchos no lo crean así.

Cuando después de quitarse la ropa viene la desnudez y ésta es elevar los brazos y observarse los minúsculos detalles, entre repaso de acné, y la clásica ubicación de sobrepesos, viene el enfermizo recuento de lunares, hasta llegar a la final apreciación de la silueta, acompañada entonces de la mueca y el perfil de la seducción ante el espejo, que como árbitro emite su opinión.

Después del desdén de lo inmejorable, el paso próximo es el ingreso precavido al amplio recipiente enlozado, para tomar posición bajo la agresiva roseta perforada que pende sobre nuestras cabezas, dispuesta a mojarnos.

Luego de acertar la combinación de movimientos con la grifería, se suelta chispeante el agua, (mezcla de frío y calor a voluntad), entonces es ver la lluvia que cae por el tobogán de nuestro cuerpo. Resbalando como una caricia húmeda, acompañada del repentino estremecimiento que sobreviene, después que la borrachera del agua nos envuelve feliz.

Luego, entre debate de vellos y repliegues de piel, el líquido se precipita en rápido pasaje reiterado, hasta nuestros pies, para luego del higiénico servicio, esfumarse entre las extremidades inferiores rematadas en nuestros lejanos dedos. Y son nuestras fricciones y el jabón que nos llena de reflejos y de pegajosa espuma, todo el cuerpo. Produciendo la sensación visual de las escamas y el milagro se sucede simultáneamente, con el estrépito del agua que cae y el alegre jadeo que nos conmueve en la transformación de hombre a pez.

Remontar la cascada, nadando contra la corriente, en nuestra flamante condición, aspirando agitado por las imaginarias branquias de nuestra nariz y ensayando gárgaras hasta quedar convertido en el tonto pez que vive en nosotros y que en este acto le damos vida todas las mañanas. Y las alegres contorciones y las aletas de codos contra la pecera de mayólica y la cabeza hacia arriba buscando el sol de las tulipas amarillas.

Nos zambullimos con estrépito dentro del pequeño mar de sales que creamos en la bañera, para elevarnos y sumergirnos en tibias olas, conteniendo el aire y desparramando las escamas que nos hace olvidar por momentos las tormentas del trabajo; los traicioneros azulejos bursátiles o las redes impositivas que nos arrojan en éste juego diario de ser pez, hasta que presionados por el horario..., el triste telón de plástico clausurando la cascada y la última gota y el ligero frío y el mar que se escapa presuroso por el ínfimo desagüe con un rumor de nostalgiosas olas. Y las escamas como perlas fugaces se desprenden rompiendo la mágica varita del hábito, dejando al descubierto nuestra piel y sus brillosos pelos.

Y ahí es cuando sobreviene la nueva transformación, en rápida metamorfosis de pez a la de valeroso indio cotidiano. Aprovechando la nueva investidura preferimos el grito salvaje y profundo que retumba en la húmeda caverna, requiriendo de nuestra compañera, la prenda íntima que olvidamos traer. Mientras envolvemos las impúdicas zonas con el taparrabo de toalla y vestimos la espalda con la capa de brujo mañanero de la tribu cotidiana. Los pelos, como plumas en desorden, la cara colorada pintada de sofocación y la pronta "salida de baño", (imitación piel de leopardo), regalada por la suegra que viste al indio que trajo la nena, que nació, aunque ustedes no lo crean; del buen hábito de bañarse. El que pone al descubierto la leyenda de pez y de indio, que bien conoce nuestra consorte.


Luego aliviada, ella nos ve salir de la cueva a hacer la mañana, ocultando las picardías de las oscuras transformaciones hogareñas, bajo la inocente corbata motivo pescaditos y la pluma en el bolsillo del saco de cacique mañanero, obediente y formal.
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Copyright Norberto Álvarez Debans